EL HAMBRE
Maria Navarro

Hoy, donde la fascinación por los dioses oscuros funciona como un deber sostenido por una extraña ética, donde los individuos no se sienten culpables por transgredir alguna prohibición moral, sino por no ser capaces de gozar, las palabras van perdiendo su norte. Palabras que, como justicia, democracia, solidaridad, vergüenza, nombremos también el amor, funcionaban en cierta medida como un límite, a pesar de su ambivalencia; tras los últimos acontecimientos de las políticas actuales y lo que la comunidad internacional está permitiendo que ocurra —concretamente en Gaza y en aquellos lugares donde la diferencia se considera una amenaza, si nos atenemos al curso de la historia, al antes y al después de la SGM—, son ya palabras huérfanas para siempre. Sin resonancia, pura gramática. Tanto desde los discursos de quienes las mantuvieron con dignidad, que es la de aquellos que supieron o saben, por la episteme y por la praxis, de la pérdida, no hay experiencia de existencia digna y cuya protesta, si la hay, se muestra políticamente calculada en la tibieza de los pasillos; como de los que han pasado a secuestrarlas sin escrúpulos, heroicamente canallas desde el tentáculo radical de las ultraderechas, para pervertirlas o matarlas, pues rechazan la herida por donde el amor transita y la dignidad de su recorrido. Palabras que, si tuvieron un día el peso de querer dar lugar a las diferencias, se han vuelto hoy una fórmula sostenida en el protocolo que se nutre de la justificación del para todos. Una propuesta que para sostenerse necesita de la excepción, dando lugar a la discriminación sin medida. Y a silencios decididos. El que el dios terrible ostenta y nutre ofreciendo ese objeto que no se quiere perder, aunque no exista.
Una aspiración que se volvió no solo un derecho que los sujetos hipnotizados por sus fantasmas demandan con garantías, esa que la oscuridad ofrece, sino que se ha convertido además en motivo de desprecio si uno decide vivir de otra manera. Lo padecen también aquellos que aun ostentan jugarse el tipo por el valor de la palabra.
Al decir de Lacan, esta recobrada fuerza de un Dios que promete bajo la mano terrible —llamada irónicamente al bienestar—, no presagia nada mejor que el retorno a un pasado más funesto del que fue. Lo vemos cada día si no dejamos a un lado las noticias, esas que llegan desde afuera y dentro de casa, bajo la excusa alternativa de tener una gran sensibilidad, la inoperante y rentable indiferencia. O la perversión, tentáculos perfectos de la propaganda.
¿Es inevitable este rentable negocio de la muerte? Parece que no, pues pasa con la distancia salvadora de que está en otra parte, en otros cuerpos, casi un eco de normalizada vida, tanto en los dichos de la política que a todos nos atañe como en el ruido cotidiano que nos ensordece y ciega.
Al compás de la espera, mientras los dioses oscuros embelesan y avanzan, el exterminio prosigue. Se llama a la cordura, sí, nos estremecemos; en determinados discursos se insiste en negociaciones, pero que no duelan el oro, en otros, llamando a la paz duradera se encarcelan o deportan a miles de ciudadanos que han quedado bajo sospecha, o a la venta de armas para ampliar fronteras.
O se apela como en el psicoanálisis a lo real, único discurso en el escenario que nos llega, que en su apuesta, para cada uno que se aventura, permite hacer con lo singular de otra manera, más allá de la rebelión de las masas, en comunidad. Si no se queda atrapado en lo vertiginoso de la época.
Mientras tanto, la muerte sigue para el goce cobrando su pitanza.
Hoy, en Gaza y en tantos otros mapas que la sin vergüenza vela, caen los cuerpos, también el deseo y el amor caen, y esas palabras en las que un día creímos como niños. Y no es melancolía, tampoco desencanto. Una llamada a la vida. Sí.
En el siglo XXI, con la voluntad del exterminio llega la parca ahora, no sólo con el blasón de la tecnología y los intereses del mercado internacional que, dicen, no ha de ponerse en riesgo, sino con el arma más antigua, una que no falla: la maquinaria del hambre.
Cuando era niña, en medio de la abundancia de una Argentina colmada y receptora de aquellos que cruzaron el horizonte desde otras tierras, en esa época baldía, mi madre me hablaba del azúcar y del pan, también del miedo y del hambre. Al otro lado del atlántico quedaba atrás, no sin raíces para hoy, la Guerra Civil Española. Miedo y hambre que dejaron la marca que fraguó en su palabra. Después vino el sosiego, pero estaba la advertencia: esa que siempre pensé no presenciaría jamás: Niña, los lobos existen, los lobos esperan, los lobos volverán.
Ya están aquí.
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#LacanEmancipa (12 de julio de 2025). EL HAMBRE. #Lacanemancipa Revista de la izquierda lacaniana. Recuperado 10 de noviembre de 2025 de https://doi.org/10.58079/14c8l
